“Vivamos la milicia del cristianismo con buen humor

de guerrillero, no con hosquedad de guarnición sitiada”.

Nicolás Gómez Dávila

“Estoy inaugurando en la Argentina la literatura anticlericalosa. En todos los países católicos existe y aquí es una vergüenza. Los eclesiásticos, como toda sociedad humana, tienen sus defectos, abusos y ridiculeces y si no existe un contraveneno, el córrigo-ridendo-mores, campan con todos sus respetos, como una murga cualquiera”.

Padre Leonardo Castellani


domingo, 25 de agosto de 2013

INGENIO Y HUMORISMO DE LOS SANTOS




Se ha dicho por alguien: «El buen humor cons­tituye las nueve décimas del Cristianismo». En sen­tido literal no es ésta la realidad, mas su valor ra­dica en la sutileza de la afirmación, ya que el sen­tido del humorismo ocupa un lugar importante en la vida religiosa. El padre Benson no vacila en lla­mar al humorismo de santa Teresa de Jesús «don divino». La sabiduría viene de arriba, de lo alto, y es don del Espíritu Santo; el humorismo forma par­te de la sabiduría. El humorismo es la sal de la vida y en cierta medida es la sal de la vida religiosa, pre­servándola del agotamiento. G. K. Chesterton dice de san Francisco de Asís: “El sentido del humor es la sal de todas sus ocurrencias”. La historia de todas las herejías es en gran parte la historia de la pérdi­da de sentido del humorismo. Sus aberraciones y absurdos pueden difícilmente, dejando aparte la obra del demonio, tomarse en cuenta de otro modo. «Ríe y hazte fuerte», decía san Ignacio; y a uno de sus novicios de la Compañía: «Siempre te veo son­reír y me alegro de ello».
Es notable que una de las santas que mayor sentido común demostraron se distingue por su espíritu alegre y por un agudo sentido del humoris­mo ¿Quién ha osado rezar como rezó santa Teresa? «De devociones bobas nos libre Dios». A una de sus monjas, bastante aficionada a servirse de citas clá­sicas, le deseaba se viese libre de convertirse en una «latinista». Cuando le preguntó su opinión acerca de un memorándum escrito por D. Francisco de Sal­cedo risueñamente respondió que el autor no cesaba de repetir en aquellas páginas: «como dice san Pablo», «como dice el Espíritu Santo», para lamen­tarse al final de no haber dicho más que disparates y que por consiguiente, ella se sentía tentada «a denunciarlo a la Inquisición». En uno de los numero­sos viajes que efectuó para las fundaciones, acom­pañada como siempre de varias monjas y de algunos clérigos, se hizo alto durante la siesta a causa del gran calor. Colocados todos al resguardo de un puente mantuvieron el buen humor narrando diver­tidas historias. Era muy aficionada a enviar ver­sos al Padre Gracián, con objeto de hacerle reír. Inventaba motes, algunos de gran agudeza, para aquellos con quienes tenía que tratar. El Nuncio era “Matusalén” los carmelitas calzados “los ga­tos”» y los “búhos” y, desde luego, los descalzos eran las “águilas” y las “mariposas”. Unas veces se denominaba a sí misma “pobre Angela” y otras “Lorenza”. En ocasiones explicaba la razón de tan buen humor alegando la necesidad de que, para la buena marcha de sus conventitos, cada una de las monjas mostrase su poquito de humor correspon­diente.
Hablando del Cura de Ars, escribió René Bazin: «¡Qué gran sentido del humor poseía el santo!». Y es cierto. El abate Toccanier le expresaba una vez su compasión por los malos tratos y el ruido con que el demonio le atormentaba. «Tenemos que acostum­brarnos a todo, incluso al diablo», respondió el Cura. «El «Grappin» y yo casi somos buenos camaradas».
Cierto día preguntó a una dama muy locuaz si había algún mes del año en que hablase un poco menos, excluido febrero, naturalmente. Cuando un sacerdote le pidió autorización para celebrar Misa en su parroquia, el santo repuso: «Padre, lo único que lamento es que hoy no sea la fiesta de Navidad, en cuyo caso podría celebrar tres».
— « ¿Qué debo hacer para entrar en el Cielo?», le preguntó una dama excepcionalmente corpulenta.
— «Tres Cuaresmas, hija mía».
— « ¡A mí nunca me han hecho esperar, ni si­quiera en el Vaticano!» — le decía en cierta ocasión una dama encopetada.
— «Es posible, señora, pero aquí tendrá que es­perar por vez primera».
Una religiosa díjole un día:
— «Padre, la gente cree que sois muy ignoran­te».
«Y, con todo, siempre podré enseñar más de lo que vosotras sois capaces de aprender».
Aludiendo a la crinolina, tan en boga en aque­lla época, solía decir:
— «El emperador ha hecho muchas cosas útiles pero hay algo que ha descuidado: debería haber or­denado ensanchar todas las puertas para permitir el paso a las crinolinas».
Contemplando en el salón de un castillo el re­trato de una dama en traje de recepción, exclamó:
— «¡Podría pensarse que ibá a subir a la gui­llotina!».
Con referencia a san Felipe Neri, dice el carde­nal Capacelatro: «Había en su carácter un rasgo que los jóvenes nunca dejaron de admirar: en todo momento se mostraba alegre y jovial». Al igual que todos los florentinos de su tiempo se hacía notar por su vena de ocurrentes salidas:
— Como poco — explicaba una vez más — por­que no quiero ponerme tan grueso como nuestro amigo Domenico Scarlatti.
Era vegetariano y, paseando una tarde en com­pañía de varios amigos, declaró mientras pasaba ante ellos el carro de un carnicero: «Gracias a Dios, puedo pasarme sin ese relleno».
En más de un pasaje escribe en favor del carác­ter alegre santo Tomás de Aquino, y san Felipe Neri es bien sabido que fue uno de los santos más simpáticos y humoristas.
Ya hemos hecho observar, también, que san Francisco de Asís estaba dotado de una dosis no pequeña de buen humor. Luego de haberse hospeda­do una temporada en la casa de un cardenal los demonios le apalearon, y el santo afirmó que era el castigo de haber alternado con un ejemplar de la clase cardenalicia.
Refiere la leyenda que cuando solicitó una en­trevista con el sultán de Egipto, con objeto de convertirlo, se le tendió un lazo. El sultán ordenó ex­tender un tapiz cubierto de cruces sobre el piso de la tienda: «Si camina sobre el tapiz, le acusaré de insultar a su Dios; si se niega a hacerlo, lo acusa­ré de insultarme a mí». Francisco marchó con toda naturalidad sobre el tapiz, y al verse acusado de impiedad repuso:
«¡Debéis saber que nuestro Señor murió entre dos ladrones, que también pendían de cruces. Nos­otros los cristianos, poseemos la Cruz verdadera; pe­ro las cruces de los ladrones las dejamos para voso­tros y, por lo tanto, no me siento avergonzado de pisarlas».
Que sea o no cierta la historia, en cualquier caso demuestra la reputación de san Francisco como po­seedor de gran agilidad de espíritu.
Hasta en las cartas de san Jerónimo descubri­mos alegría y humorismo. A una matrona, cuyo abuelo era pagano y sacerdote de Júpiter, y cuya conversión deseaban todos ardientemente, decía en una carta: «Estoy persuadido de que el mismo Jú­piter se hubiera convertido al cristianismo, de haber tenido parientes y familiares parecidos a los suyos».
El espíritu de jovialidad es una notable carac­terística de los mártires ingleses y sorprende com­probar en cuánto grado lo ponen de relieve las Ac­tas del martirio.
Eminente sobre todos fue en este aspecto san­to Tomás Moro, el cual eclipsa casi a los demás. El sentido del humor no le abandonó ni siquiera en el momento de la ejecución, «Ayúdame a subir — dijo al gobernador de la Torre de Londres —, que para bajar no tendré necesidad de ninguno de vosotros».
El venerable pasionista Padre Domingo que re­cibió al cardenal Newman en la Iglesia Católica y que era en todos los aspectos hombre de gran mor­tificación, se permitía utilizar a grande dosis el sen­tido del humor, como puede verse en el gran núme­ro de ocurrencias graciosas registradas en su bio­grafía. Cuando una piadosa señora le consultó res­pecto a las visiones nocturnas que le acaecían, la hizo sufrir un verdadero interrogatorio acerca de la calidad y de la cantidad de vino que acostumbraba a beber en la cena.
En una de las cartas de santa Magdalena Sofía hallamos esta fina observación: «Nuestra Sociedad no se ha fundado para probar que las mujeres pue­den convertirse en hombres, si bien esto puede ser menos difícil en un país en que como éste de Fran­cia tantos hombres se convierten en mujeres».
San Agustín, en una carta a Posidio, discute la conveniencia de que las mujeres casadas se pinten el rostro y se muestra inclinado a condenarlo, como forma de engaño; termina: «Estoy seguro que ni sus propios maridos necesitan ser engañados de esa manera».
No olvidemos tampoco a santa Juana Francisca de Chantal. Un joven, cuya prometida había ingre­sado en el convento para hacerse religiosa; se pre­sentó lleno de ira para propinar a la santa una buena filípica en una violenta escena. Cuando terminó la tempestuosa entrevista, santa Juana comentó: «Ja­más he oído un panegírico que me haya causado tanto placer».
Hasta la autobiografía de santa Teresa de Li­sieux está llena de delicado humor, y tenemos fun­dados motivos para pensar que si Ana de Guigné hubiera vivido algunos años más hubiera mostrado un temperamento parecido. Al perder el primer diente recibió como regalo de compensación una pre­ciosa muñeca, que su hermanito Santiaguito tardó poco en romper. En el primer momento, Ana se sin­tió muy irritada, mas luego, sobreponiéndose con un esfuerzo dijo a su profesora: «Tanto mejor, así puedo hacer el sacrificio de Abraham».
Poco tiempo después de su conversión, san Ig­nacio fue encarcelado por orden de la Inquisición, y al ser examinado se le acusó de enseñar novedades: «Señor — replicó —, nunca había pensado que fue­se novedad hablar de Cristo a los cristianos».
El mismo humor juguetón fue característico en Francisco de Sales. Se quejaba un religioso en su presencia de que el nuevo superior era todavía peor que el antiguo: «En lugar de un caballo ahora te­nemos un asno». «Pero — contestó el santo —, ¿aca­so Balaam no fue finalmente instruido por un as­no?»
Reprendió en cierta ocasión a un amigo que se había burlado de un jorobado:
— Las obras de Dios son perfectas, alegó,
— ¿Cómo perfectas, si ese hombre es joroba­do...?
— Sí, pero puede ser un jorobado perfecto.
En la conversación y hasta en el pulpito, gus­taba de narrar historias divertidas. Por ejemplo: «Una mujer, que siempre se obstinó en contradecir a su marido, cayó en el río y se ahogó. Buscando el cadáver, el buen hombre remontaba el río en lugar de ir hacia abajo. Cuando los circunstantes le hicie­ron notar que con seguridad la corriente la habría arrastrado con ella, el marido se limitó a responder: «¿Cómo se os ocurre pensar que, incluso muerta, pueda otra cosa que contradecirme e ir contra la corriente?».
Cuando lenguas malévolas se ocupaban de él, acostumbraba decir: «He sabido que mengano y zu­tano me han estado «trasquilando la barba», pero me parece que está creciendo de nuevo». Esta ocu­rrencia nos recuerda la de santo Tomás Moro, que tuvo el buen humor de decir al verdugo, para pro­teger su barba del hacha: «De cualquier modo que sea, mi barba no ha cometido traición».
Durante la predicación cuaresmal de Annecy, uno de los misioneros se permitió acusar a los au­sentes. San Francisco de Sales, poco amigo de tal proceder, así como de los sermones largos, pregun­tó luego: «¿Contra quién estaba hablando? Nos ha reprochado una culpa que no habíamos cometido, puesto que estábamos presentes... ¿Deseaba que nos partiésemos en mil pedazos para ocupar los asien­tos vacíos?».
Este buen humor y jovialidad de los santos es muy instructivo, porque nos recuerda lo que tan propensos somos a olvidar, lo que muchas veces ni siquiera sospechamos, es decir, que hay un gozo más real en la vida de un santo que en todas las excita­ciones mundanas. Todo lo que viene de Dios es ale­gre y la santidad procede directamente de Dios; de hecho, éste es el único atributo divino que es dado al hombre imitar.
En los santos, la piedad se funde con el corazón alegre y ligero. Fulberto de Chartres describe el es­píritu monástico como una mezcla de «sencillez na­tural y de alegría angélica», es decir, que los santos participan en algún grado de la vivacidad de los ángeles. Se ha dicho de las personas piadosas, con algún fondo de verdad, que por una que haga ama­ble la piedad hay nueve que la hacen repulsiva.
Lo cierto es que los santos son siempre inmejo­rables agentes de publicidad en favor de la religión. Apoyan y ponen de relieve el “lado luminoso” de la devoción y predican la lección del servicio gozo­so de Dios.
Inglaterra fue la «alegre Inglaterra» en los si­glos plenos de fe, y Chesterton sostiene que el pue­blo inglés no ha vuelto a reír cordialmente desde los tiempos de la Edad Media. Se ha definido el hu­morismo como la «fuente de la conciliación y de la felicidad que, sonriendo indulgente, contempla el mundo con mirada benévola». Fue la unión de este don natural con el don sobrenatural de la fe la causa del optimismo de los santos.


Aloysius Roche, Los santos fueron humanos (A bedside book of saints), Ediciones Paulinas, Bilbao, 1963.
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